Yago se acercó hasta la barra y se sentó en uno de los taburetes frente a su madre. Estuvo un rato mirando como pasaba de un correo a otro en el móvil, y al cabo de un rato dijo:
– Mamá, no quiero dejar de respirar.
– ¿Qué has dicho Yago? – le preguntó su madre después de unos segundos, sin levantar la vista del móvil.
– No quiero dejar de respirar – repitió Yago un poco más fuerte.
Entonces Águeda levantó los ojos y miró a Yago con sorpresa:
– No vuelvas con esas tonterías – dijo mientras dejaba el móvil sobre la barra—, ya hablamos de esto al principio de curso. Tienes que dejar de respirar cuanto antes. Es más, ¡espero que seas el primer niño de España que deje de respirar!
– Pero mamá – repuso Yago –, tampoco es algo tan malo, vosotros todavía respiráis... ¡Déjame respirar unos años más, por favor!
La madre de Yago hizo un gesto con la mano abierta y le advirtió con una mirada seca que no siguiera insistiendo. Águeda era una persona muy exigente, especialmente con Yago, y siempre le decía que debía estar a la altura de sus antepasados, los Duques de Viento Recio y Monte Perdido.
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